sábado, 27 de febrero de 2010

Roads

2:36am.

La luna llora estrellas al escuchar el lamento de Susana mientras canta “Love came here”, cover de Lhasa de Sela, para continuar con "La Marée Haute", en el Café “La Confession”: un pequeño y bizantino lugar donde todos los viernes se congregan por las noches, los corazones desahuciados a desahogarse con la vibración fantástica de la voz de Susana.

Al último acorde de la guitarra acústica de Francisco, Susana finaliza con un suspiro prolongado, prosigue un silencio entendible de la audiencia. Ella baja la mirada, suelta el micrófono que guarda sus huellas digitales sudorosas y pone las manos sobre sus rodillas. Pasan 7 segundos, voltea a ver a Juan Carlos y en voz baja le dice: “Rising”. Trata de acomodarse estando sentada en un incómodo banco alto de madera, baja la orilla inferior de su vestido de cuero negro hasta las rodillas y empieza a cantar. Odia interactuar con el público. Juan Carlos comienza la melodía con su Korg, un teclado sofisticado que compró con sus ahorros en la universidad.

Susana canta la primera estrofa mientras su banda la acompaña. Mantiene los ojos cerrados y en el primer enunciado del coro, sobresalen lágrimas de su hermosa mirada azul, estropeando su maquillaje. Ella, sin importarle, continúa al compás del teclado de Juan Carlos y termina la canción con un suspiro más corto que el anterior. El público conoce las reacciones de Susana en esas condiciones, así que se abstiene de aplaudir.

La banda espera la señal de Susana para la siguiente canción pero ella se levanta rápidamente, arroja el insoportable banco, toma su chaqueta y sale a la calle, azotando la puerta con desesperación. Camina hasta la esquina evadiendo la luz de la luna llena que la escuchaba con atención. Se pone su chaqueta negra, que fue propiedad de su hermano mayor. Se recarga en la pared y se seca las lágrimas con las manos frías. Saca un listón rojo de uno de los bolsillos de su vestido y recoge su hermoso cabello rubio, largo y ondulado con olor a manzanilla. Del otro bolsillo de su prenda, saca un cigarro y un encendedor de plata. Lo prende y lo consume en 11 minutos. Mira a su alrededor y goza de la profunda y silenciosa oscuridad que la arropa.

Juan Carlos sale del café y busca a su vocalista. Sin complicaciones la encuentra desolada en la esquina.

- Esta vez no fuiste tan lejos - le dice el tecladista con una mirada y sonrisa de alivio.

Susana lo mira con arrogancia y no dice nada.

-Están recogiendo todo para irse y el público ya vació el lugar. Cuando quieras- finaliza él.

Ella se toma su tiempo para dialogar con su soledad y 20 minutos después regresa al pequeño lugar. Busca a Juan Carlos quien escogió la mesa más pequeña y escondida del café para conversar con Susana a solas. Ella camina hacia la insignificante mesa y se sienta con fastidio. Se quita la chaqueta y la pone sobre el respaldo de su silla. Toma un sorbo de su capuccino vainilla que previamente había sido pedido por su compañero, levanta la mirada y dice:

-Sabes que me molesta que te metas en mis asuntos-

-Me encanta cuando predices equivocadamente las cosas- le dice él en tono de burla.

-Qué quieres decir?- le dice ella, como si se le escapara el tema que imaginó.

Él se levanta bruscamente de su silla, se pone su saco verde que había colocado en la mesa de a un lado. Se acerca al oído izquierdo de ella y susurrando le dice:

-Estás fuera de mi banda, talento desperdiciado-

Se retira lentamente esquivando las demás mesas que estorban su paso y sale del café.
Ella permanece sentada y callada. Se encuentra con los minúsculos ecos que emiten las paredes del pequeño café a causa de las voces de los meseros que conversan sobre la baja quincena y los intolerables horarios. Cinco minutos después, se acerca uno de ellos a recoger la copa de vino vacía y el cenicero con medio cigarrillo consumido que Juan Carlos abandonó en la mesa. Se dirige hacia ella y le pregunta:

-Algo más que se le ofrezca, señorita?-

-No-

-Como guste-

Susana se levanta, toma su chaqueta y se retira. Sale del café y mira su reloj. 3:34am. Camina hacia la derecha y su piel pálida se empieza a estremecer por el frío. En el camino oscuro con la neblina descendiendo sólo se escuchan sus pasos entonados por el escándalo de sus tacones negros impactándose con la calle empedrada. Trata de mantener la mente en blanco, pero le es imposible, por el conjunto de recuerdos latentes que su conciencia le grita.

Empieza a memorizar el instante en que su mentor la abandonó. Un hombre de estatura mediana, tez blanca, cejas pobladas, cabello negro con escasas canas, ojos azules y con una pequeña cicatriz en la parte derecha de su frente causada por la conducta impulsiva de Susana. Había sido sacerdote hace algunos años, pero decidió renunciar, dedicarse a la política y a dar clases con título de capellán. Susana lo conoció en la Universidad. Ella tenía 20 años y el 49. Han pasado 4, detenidos y tormentosos, años en los que Susana no ha logrado olvidarlo.

Sigue caminando. Empieza a acostumbrarse al sonido de sus tacones delgados y decide caminar hacia la casa de su adorado amante, su maestro, su mentor. No le importa la inoportuna visita en la hora equivocada y toca la puerta con fuerza. No recibe ninguna respuesta, hasta 3 golpes después. Abre Alfredo, el nuevo mayordomo de la casa.

-Buenas noches, que desea señorita?- pregunta él con desgano, pero serio.

-Vengo a buscar al Licenciado Wilbur, es urgente-

-Discúlpeme señorita, pero, no le dijeron?-

-Decirme qué?-

-El licenciado Willbur ya no vive aquí. Hace unos días partió a Inglaterra a ver a su familia y me parece que ya no regresará-

Susana empieza a sentirse mal. Las imágenes le revuelven el raciocinio. Trata de mantenerse de pie. Siente como poco a poco va creciendo un dolor incontrolable en el pecho, como si le hubieran sacado el corazón en vida.

-Se siente bien, señorita?- le pregunta el mayordomo preocupado.

Susana ignora la pregunta y se retira desorientada. Retoma su nocturno camino a su hogar.

A partir de ese día, Susana pasa el tiempo sola en la oscuridad de su departamento. Enferma de dolor, ahogada en su soledad y depresión, bebe vino tinto con la mezcla heterogénea de sus lágrimas. Se alimenta de la callada y agotadora espera de que él vuelva. Parada en el único balcón de su hogar escucha “Roads” de Portishead, una y otra vez. Describe su estado emocional con la dulce voz de Beth Gibbons. Otros días escoge "Amor porteño" de Gotan Project como soundtrack de sus escenas de desconsuelo. Se olvida de los roncos y efervesentes tonos vocales de Chavela Vargas, pues la harían descontrolar sus pensamientos de ira. Repasa las cartas de caligrafía inglesa que le envió él cuando sus corazones eran latentes y seguían un mismo ritmo.

Veinte días después, de que la desgracia eclipsa sus sentidos, toma un lápiz y papel. Comienza a escribir, después de mucho tiempo, sentada en el suelo de su recámara con la cama de respaldo. Luego de terminar su verso, tira a un lado el papel impreso con sus pésimos garabatos queriendo ser letras. Recoge la copa de vino. Absorbe hasta la última gota, del líquido amargo, y la rompe. Coge el pedazo más grande que quedó de la estructura del cáliz y lo desliza con fuerza sobre el pulso de su mano izquierda, recuesta su cabeza en el colchón y dos minutos después hace lo mismo con la derecha. 16 minutos después empieza a agonizar, a perder el dominio de su mente. Por último se despide de la cruel vida de la que nunca fue digna, y muere. La sangre derramada alcanza a tocar el papel desertado en el suelo que dice:

“Es obligado que recuerde todos los detalles de mis trágicos momentos. Nada de lo acontecido durante estos años lamentables se ha esfumado de esta mente destinada al dolor y a la desesperación. Tengo presente cada matiz ahogado de tu voz, cada gesto y cada movimiento nervioso de tus manos, cada una de tus amargas palabras, de tus venenosas y castigadoras frases.“

1 comentario:

Anónimo dijo...

Intrigante y desgarrador. Felicidades tienes un talento que cada día irá mejorando. Te mandé un mensaje a tu dirección electrónica.