
El dolor grande, ese lento y largo dolor que se toma tiempo y nos consume cual si con leña verde nos quemaran, es quien nos obliga a descender a las profundidades más hondas de nuestro ser y a desprendernos de todo bienestar, de toda media tinta, de toda suavidad, de todo término medio, donde tal vez ante habíamos depositado nuestra humanidad. Dudo mucho que un dolor así nos haga mejores, pero sé que nos vuelve más profundos porque aprendamos a oponerle nuestro orgullo, nuestra burla, nuestra fuerza de voluntad, como el piel roja que, horriblemente atormentado, se cobra con la lengua de su vergudo, o porque nos retiremos huyendo del dolor en la nada oriental que llama Nirvana, en la resignación muda, rígida, sorda, en el olvido y la desaparación de nosotros mismos, es el caso que siempre se vuelve convertido en otro nombre de esos peligrosos ejercicios de dominio de sí, con algunos signos interrogantes más y sobre todo con voluntad formada de interrogar en lo sucesivo mucho más que hasta entonces y con mayor profundidad, con mayor severidad, con más dureza y malicia y mayor silencio.
Se acabó la confianza en la vida: la misma vida es un problema. El amor a la vida sigue siendo posible, pero ahora ya se ama de otro modo. Para concluir, no he de dejarme en el tintero lo esencial: se vuelve regenerado de tales abismos, de semejantes enfermedades graves; se vuelve como si se hubiera mudado de piel, más cosquilloso, más maligno, con un paladar más fino para las cosas buenas, con la inteligencia más despierta, con una segunda inocencia, más peligrosa en el placer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario